La empatía puede hacernos creer que al “sentir el dolor del otro“ lo estamos ayudando, además de que el sentimiento puede ser pasajero y hacernos sentir mejores sólo por el hecho de sentirlo
Según el psicólogo Paul Bloom, el mundo necesita menos empatía. ¿Pero qué es realmente la empatía? La palabra está en boca de todos: Barack Obama la utiliza para denunciar el “déficit de empatía” de nuestros tiempos, y el filósofo Roman Krznaric la lleva un paso más allá para recomendarnos no sólo “sentir” empatía sino rebelarnos vitalmente a través de ella para combatir la apatía generalizada desarrollándola activamente; los estudios sobre cómo la empatía mejora nuestras relaciones interpersonales abundan, al igual que aquellos que nos previenen de perderla.
A grandes rasgos, la empatía es ponerse en el lugar del otro. ¿Pero cómo realizamos este movimiento? Para el filósofo Walter Benjamin, la empatía es una coartada imaginaria para colocarnos a nosotros mismos en el lugar de los vencedores, usurpando el derecho de contar la historia de los vencidos. Existen expresiones patológicas de la empatía, como el Síndrome de Estocolmo, tal vez porque la empatía y la violencia comparten los mismos circuitos neuronales.
Para Bloom, el problema de la empatía reside en que las expresiones empáticas se demues
tran coyunturalmente, es decir, sólo por casos individuales, mientras que dejamos los casos genéricos sin atención. Un ejemplo de esto puede ser la empatía que sentimos con una persona sin trabajo, mientras que nos deja indiferentes el hecho de que la tasa de desempleo en general se mantenga al alza.
Además, algunos estudios demuestran que nos es más fácil empatizar con aquellas personas de nuestra misma raza, así como con personas que encontramos atractivas, por lo que la empatía puede servir también para perpetuar –aunque con cierta inocencia—formas veladas de discriminación. En términos económicos, la empatía puede servir para que la gente done dinero a causas caritativas con las que las corporaciones deducen impuestos (como el Teletón en México), utilizando el sentimentalismo con fines lucrativos en lugar de denunciar y cambiar las formas en que está construida nuestra sociedad.
El filósofo Slavoj Žižek también ha demostrado esto al hablar del café en Starbucks. Todos sabemos que realmente el café de Starbucks es malo, o al menos que no es tan bueno como dice ser; pero lo que justifica los altos precios de sus productos no es la supuesta calidad de su materia prima, sino el hecho de que estamos dispuestos a pagar una “cuota de empatía” en cada producto. Dicho de otro modo, compramos empatía, no café. El subtexto de comprar este café, según Žižek, es que no compramos solamente café sino la paz mental de sentir que estamos ayudando a los agricultores en países tercermundistas, en lugar de luchar e involucrarnos políticamente para mejorar sus condiciones de vida.
La empatía es el opio de la sociedad capitalista.
Existen contextos donde la empatía puede resultar contraproducente. Para los entrevistadores laborales, la empatía personal con un candidato puede resultar en la elección de una persona poco apta para el puesto –y si la persona que nos entrevista no es empática con nosotros y esto influye en su juicio, es posible que no seamos contratados. Un punto de vista meritocrático puede ser más objetivo en este caso.
Externar nuestra solidaridad no siempre mejora las condiciones de otras personas (ser empático implica necesariamente tratar de ponerse en el lugar del otro, pues llamamos “autocompasión” a la empatía que sentimos con nosotros mismos cuando nos vemos como si fuéramos otros). La empatía puede llevarnos a la trampa de creer que somos mejores personas solamente por “sentirnos mal” por las condiciones laborales de los obreros en México o China, pero no a movilizarnos políticamente en favor de ellos.
Para Bloom, lo que el mundo necesita no es mayor empatía sino compasión, que define como un sentimiento más racional, “un amor más distanciado, amabilidad y cuidado por otros”. En este sentido, preferimos que un médico sea racional, distante y profesional, en lugar de ser empático y ponerse a llorar con nuestros problemas. Lo mismo aplica para la famosa distancia que deben guardar los psicoanalistas con sus analizados.
Como conclusión, podríamos decir que ponernos en los zapatos del otro nos ayuda a ver el mundo desde un punto de vista diferente, pero que ponernos en nuestros propios zapatos nos da la posibilidad de ayudarlos en términos reales. Toda la empatía del mundo no logrará terminar con el hambre, el calentamiento global o la desigualdad en todas sus formas si no logramos convertirla en acción.
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Contenido seleccionado por: Jovita Torres, para CDEINHsc