El movimiento implica la posibilidad de equivocarse, pero es la única manera de enriquecer el intelecto y fomentar la creatividad.
ANNA PARINI
Para pasar de las ideas a los hechos es necesario actuar, y toda acción viene precedida de una decisión y un compromiso firmes. Si esto falla, las buenas intenciones se quedan en el simple plano de la teoría. Los hechos revelan mucho más de alguien porque tienen más significado que las palabras. Al final, tener cierto conocimiento de algo sirve de bien poco si no se lleva a la práctica.
La inercia es la propiedad que tienen los entes de permanecer en su estado de reposo, o movimiento, mientras la fuerza aplicada sea igual a cero. Como consecuencia, un cuerpo conserva su estado si no hay una fuerza actuando sobre él. Hasta aquí es fácil entender que las personas que están inactivas tenderán a seguir sin moverse y que las activas seguirán su ritmo. Pero ¿qué es lo que nos detiene?
Cuando un cohete es lanzado al espacio consume la mayor parte de combustible para vencer la fuerza de gravedad. Salir de la atmósfera le exige mucha energía y tal vez pudiera parecer que todo su periplo será así: esfuerzo y más esfuerzo, motores a máximo rendimiento. Pero es justo lo contrario: una vez fuera, la inercia juega a favor de la nave espacial y requiere mucha menos energía para avanzar, siempre a una altísima velocidad. Así ocurre con casi todo lo que emprendemos. Lo que cuesta es empezar, pasar a la acción.
Hay dos fuerzas que en muchas ocasiones impiden actuar: la inercia interna y la externa. Y de las dos, la más fuerte es la interna. Es la batalla que tiene lugar en la mente y que exige desarmar las excusas que bloquean la acción. El rival interno, es decir, uno mismo, es el más difícil de vencer; pero una vez derrotado, superar los obstáculos que vienen de fuera es relativamente más sencillo. Pasar del reposo (no hacer) al movimiento (hacer) exige elegir, y esto siempre implica renunciar a otras opciones. Por ejemplo, cuando nos enamoramos de alguien estamos desechando al resto de candidatos, o cuando decidimos un destino vacacional renunciamos a todos los demás. Una decisión es una eliminación de alternativas, y el inconsciente lo percibe como una pérdida, aunque solo sea de opciones y no real.
Para saber más
Libros
Saber y hacer
Ken Blanchard
Hagámoslo
Richard Branson
Tráguese ese sapo
Brian Tracy
Actuar, además, implica la posibilidad de equivocarse. Aunque no hacerlo puede traer peores consecuencias, las personas perciben que la inacción los protege del error, y que el fracaso solo es posible cuando uno selecciona la carta incorrecta. No sospechan que no elegir es de hecho elegir no hacer nada, lo cual también es una decisión. Otra causa para mantenerse inmóvil es no disponer de referentes que hayan tomado esa misma actitud y hayan actuado en consecuencia. El éxito de los demás es siempre inspirador. Revela que si ellos pudieron actuar y conseguir resultados, el resto puede hacerlo también. Modelar el comportamiento de la gente exitosa es un buen recurso para decidirse a dar el paso.
El ser humano es un buscador de conocimiento insaciable, pero no aprende de lo que oye, lee, memoriza o estudia, sino de lo que pone en práctica. En la pirámide del aprendizaje, el conocimiento intelectual es ampliamente superado por las lecciones que se aprenden mientras se actúa (learning by doing, tal y como se conoce en inglés). Saber desde la teoría es tener información, pero saber desde el hacer es conocimiento. Tampoco se trata de hacer por hacer, sino de sacar conclusiones del resultado de los actos para modular el comportamiento. Saber y hacer no deberían ser polos opuestos, ya que de su maridaje (saber hacer) se obtiene la buena práctica de lo aprendido.
El sabio es quien conoce pocas cosas pero las domina, el sabihondo es el que sabe mucho pero sin profundidad. Vale la pena llegar hasta el fondo del conocimiento en lugar de flirtear con la información. Hoy día hay un exceso de datos comparado con la capacidad de hacer algo con ellos, y no se dispone ni de tiempo ni de las herramientas para hacer uso de toda la información a la que tenemos acceso. Nos ahogamos en un océano de conocimientos que no han sido validados por la experimentación. Esta sobredosis genera adicción y, absorbidos por la necesidad de conocer más, olvidamos llevar a la práctica todo lo que aprendemos. Un ejemplo de ello es la obsesión por leer una cantidad de libros sobre un tema sin apenas profundizar en ninguno. Olvidarlo casi todo y acabar hecho un lío, sin saber qué pensar.
Sin miedo al error
“Sé que mucha gente dice ‘no’ o ‘déjame que lo piense’ de manera automática, un tipo de respuesta de Pavlov a una pregunta, tanto si no tiene importancia como si es importante. Quizá sean demasiado precavidos o sienten cierto recelo hacia las nuevas ideas, o sencillamente, necesitan tiempo para pensar. Pero esa no es mi manera de afrontar las cosas. Si algo me parece una buena idea, digo: ‘Sí, lo tendré en cuenta’, y luego pienso cómo llevarlo a cabo. Por supuesto que no digo que sí a todo. Pero qué es peor: ¿cometer un error ocasional o tener una mente cerrada y perder las oportunidades?”.
Hagámoslo, Richard Branson.
El exceso de información provoca un empacho de análisis y en ese momento es cuando llega la parálisis. La explicación a este fenómeno es sencilla: es más fácil aprender que hacer. Supone un menor riesgo, por lo que es más cómodo. Cambiar una creencia es sencillo, pero modificar el comportamiento ya es otra cosa. Cuántas veces, en una conversación, alguien dice: “Sí, eso ya lo leí”, o “sí, eso ya lo sé”, pero es un conocimiento de oídas, no experiencial. Lo que se conoce pero no llega a ponerse en práctica en realidad es como si no se supiera (simplemente se está de acuerdo).
La mente está en un proceso continuo de aprendizaje y olvido. La nueva información entra en nuestra cabeza para borrar la anterior. Y la única forma de fijar esos datos es o bien por experimentación o por repetición. Si se olvida lo que se lee –y eso va a ocurrir–, nada mejor que resumir lo aprendido. Se pueden redactar notas o, mejor aún, crear un mapa mental, una especie de cartografía que contenga las ideas más relevantes de lo leído y aprendido.
Si un concepto está en el pensamiento pero no se expresa, en realidad es como si no estuviera en ninguna parte y acaba perdiéndose. Cuando tenemos una buena idea, es imprescindible anotarla para que no se disuelva. Tomar apuntes o hacer listas, por ejemplo, funcionan bien como recordatorio, aunque no mejoran nuestra creatividad. Una buena forma de aprender es enseñar las propias ideas que queremos conservar. No es ninguna contradicción. Enseñar lo aprendido, compartirlo una y otra vez, hace que la teoría se integre y acabe por formar parte del docente, y así acaba reflejándose en su comportamiento.
Los mapas mentales consisten en un esquema que parte de una idea central de la que van radiando otros nuevos planteamientos, con el uso de colores, imágenes y palabras clave. El poder de este resumen tiene efectos en la creatividad, la memoria, la organización de las ideas, la percepción y la comprensión, entre otras cualidades. La cartografía intelectual es una técnica superior a la repetición, a las listas y a la enseñanza para conseguir un aprendizaje acelerado. Si ese croquis formula además un plan de acción, el éxito está garantizado. Las personas exitosas incluyen en su plan de acción lo que acaban de aprender, no se limitan a saberlo, prefieren hacerlo, y pasar así de la teoría a la acción. En resumen, todo se reduce a la transferencia de información en la experimentación. Una pregunta que todo el mundo debería plantearse de vez en cuando es: ¿cómo llevar a la práctica lo que acabo de aprender en la teoría?