Los centros de trabajo han obviado la transformación sufrida por la sociedad en las últimas décadas. No habrá competitividad si no se teje una red de asistencia
LILLI CARRÉ THE NEW YORK TIMES
Para muchos estadounidenses, la vida se ha convertido en una competición permanente. Trabajadores de todo el espectro socioeconómico, desde camareras de hotel hasta cirujanos, cuentan cómo trabajan 12 y 16 horas diarias (muchas veces sin que les paguen las horas extra) y sufren ataques de ansiedad y agotamiento. Los expertos en salud pública han empezado a hablar de una epidemia de estrés.
Las personas capaces de competir y triunfar en esta cultura forman una franja cada vez más estrecha de la sociedad norteamericana: en general, jóvenes sanos y con el dinero suficiente para no tener que cuidar de sus familiares. Por supuesto, una empresa puede preferir a esas personas, como hacían antes todas las aseguradoras, y después pasarlas a otras empresas cuando tienen hijos o necesitan cuidar de sus padres. Pero este modelo de ganar a toda costa consolida una patología típicamente estadounidense que consiste en no dejar espacio a la atención y el cuidado. El resultado: desperdiciamos talento y vaciamos nuestra sociedad.
Para empezar, estamos perdiendo mujeres. Estados Unidos ha estimulado el talento de sus mujeres como pocos otros países; las chicas van por delante de los chicos en institutos, carreras universitarias y cursos de posgrado, y ahora están empezando a tener salarios iniciales más altos que ellos. Pero su número disminuye de forma sustancial a medida que suben de categoría, de más del 50% en los puestos más bajos a entre el 10% y el 20% en los puestos directivos. Muchas descubren, por desgracia, que el equilibrio trabajo-familia que al principio era controlable e incluso agradable deja de serlo, independientemente de la ambición, la confianza e incluso una pareja que comparta todas las tareas por igual.
Cada situación familiar es distinta; algunas mujeres pueden asumir con facilidad unas condiciones que otras, no. Pero muchas que empezaron con toda la ambición del mundo se encuentran en un lugar al que no esperaban llegar. No quieren dejar el trabajo; se quedan fuera por la negativa de sus jefes a facilitar el encaje de su vida familiar y su vida profesional. En su libro Opting Out? Why Women Really Quit Careers and Head Home (¿Abandono? Por qué dejan las mujeres sus carreras y se quedan en casa), la socióloga Pamela Stone lo llama una “decisión forzosa”. “El rechazo de las peticiones de trabajar a media jornada, los despidos y los traslados”, escribe, acaban expulsando a la mujer más ambiciosa del mercado laboral.
A una joven abogada de Virginia le ofrecieron un puesto en un departamento jurídico, y ella decidió que solo podía aceptar si le permitían trabajar un día a la semana desde casa para estar con sus dos hijos. Su jefe se negó. Otra mujer me escribió que aspiraba a un cargo directivo pero tenía un hijo de dos años en casa: “El dilema no se debe en absoluto a tener un niño pequeño: al fin y al cabo, da la impresión de que los ejecutivos varones tienen un ascenso que coincide con cada hijo que nace. El problema es que el trabajo se sigue circunscribiendo como algo que se hace ‘en una oficina’ y/o ‘entre las 8 de la mañana y las 6 de la tarde’. Todavía no me han dado ni una explicación razonable para insistir en que para hacer mi trabajo debo estar sentada en esta habitación de 1,40 metros cuadrados, a 32 kilómetros de mi casa”.
El problema se agudiza en el caso de los 42 millones de mujeres que viven al borde de la pobreza en Estados Unidos. No ir a trabajar porque un niño tiene una otitis, los colegios están cerrados por nieve o hay que llevar a un abuelo al médico pone su puesto de trabajo en peligro, y, si lo pierden, no pueden seguir cuidando como es debido de sus hijos —alrededor de 28 millones— ni de otros familiares que las necesitan. A menudo salen perjudicadas no solo de que haya poca flexibilidad sino también de que haya demasiada, porque muchos trabajos mal remunerados en el sector servicios han dejado de tener garantizado un número de horas a la semana.
Parece un problema femenino pero no lo es. El origen está en un entorno diseñado para la época de ‘Mad Men’
Parece un “problema de mujeres”, pero no lo es. Es un problema laboral, achacable a un sistema averiado y anticuado. Cuando los bufetes de abogados y las empresas pierden a mujeres de talento que no quieren una carrera rígida y ponen en tela de juicio los sistemas de ascensos consistentes en dar más importancia al número de horas trabajadas que a la calidad del trabajo, no es un problema de mujeres. Cuando la abundancia de empresas demasiado inflexibles hace que 42 millones de estadounidenses tengan que vivir cada día con el miedo de que un solo fallo les impida seguir cuidando de sus hijos, no es un problema de mujeres, sino de todos.
El problema está en el entorno laboral, o, mejor dicho, en un entorno laboral diseñado para la época de Mad men, para parejas en las que uno de los dos es el único que se dedica a ganar dinero y el otro es el único que se ocupa del indispensable cuidado de los hijos, los enfermos y discapacitados, los ancianos. Nuestras familias y nuestras responsabilidades ya no son como entonces, pero los centros de trabajo no se han adaptado a la realidad de nuestras vidas.
Irene Padavic, socióloga de la Universidad de Florida, Robin J. Ely, profesora de la Escuela de Negocios de Harvard, y Erin Rei, de la Escuela de Negocios de Boston University, recibieron el encargo de realizar un estudio detallado de una empresa consultora de tamaño medio y de ámbito mundial, cuya dirección pensaba que tenían un “problema de género”. La firma contaba con muy pocas mujeres en los niveles superiores: solo había un 10% de mujeres socias, frente a un 40% en los puestos de socias junior.
Después de su minucioso examen, las profesoras Padavic, Ely y Reid llegaron a la conclusión de que en los tres años anteriores se habían ido de la empresa igual número de hombres que de mujeres, un dato que contradecía la explicación de la dirección, que hablaba de que a las mujeres les costaba conjugar familia y trabajo. Algunos hombres se habían ido también debido a las largas jornadas; otros “sufrían en silencio o se las arreglaban”. El problema de recursos humanos de la firma no era de sexos, sino de exceso de trabajo.
Los directivos de la empresa rechazaron sus hallazgos. No les gustaba oír que debían cambiar toda su filosofía organizativa ni que estaban haciendo a los clientes promesas imposibles de cumplir o superfluas (por ejemplo, haciendo presentaciones de PowerPoint de un centenar de diapositivas, que el cliente no llegaba a utilizar). Querían oír que el problema era el conflicto de las mujeres entre trabajo y familia, un relato que les permitiera adoptar unas estrategias específicas para ayudar a las mujeres a trabajar a tiempo parcial, o a las órdenes de un mentor, o en redes de apoyo. Como decían con ironía Padavic, Ely y Reid para concluir, “necesitaban que unos analistas que trabajaban con pruebas rechazaran las pruebas ofrecidas”.
La existencia de una mala cultura laboral es problema de todos, tanto de los hombres como de las mujeres. Es perjudicial no solo para las madres que trabajan, sino para los padres también. Y para los hijos, hombres y mujeres, que trabajan y necesitan cuidar de sus padres. Para cualquiera que no tiene el lujo de contar con un familiar que está todo el día en casa y puede hacerse cargo de esas tareas.
Tomarse un permiso para cuidar a alguien no puede ser visto como un agujero en nuestra trayectoria profesional
Hay avances positivos. Los hombres están empezando a acogerse a permisos de paternidad y a asumir plenamente su papel. Según un estudio del Instituto de Familia y Trabajo estadounidense, solo un tercio de los hombres de la generación del milenio piensa que en las parejas deban ejercerse los papeles de género tradicionales. Algunas empresas tecnológicas que se disputan a los mejores profesionales están empezando a ofrecer permisos de paternidad más extensos; no por eso va a cambiar el centro de trabajo típico, pero es una señal de que las actitudes están cambiando.
Ahora bien, aunque hombres y mujeres unan sus fuerzas para exigir cambios en el entorno laboral, no podemos hacerlo solos, a título individual, tratando de organizar nuestra vida mientras jefes y empleados intentan dejar un hueco a esas necesidades. Siempre habrá otra empresa rival capaz de bajar los precios a base de exigir más a sus trabajadores, hasta que los quema y los despide cuando no pueden más. Para que el país sea verdaderamente competitivo, vamos a tener que emular a otros países industrializados y construir una infraestructura de asistencia. Antes la teníamos: se llamaba “la mujer en casa”. Pero ahora que el 57% de esas mujeres trabajan fuera del hogar, la red se ha derrumbado y no va a volver.
Para apoyar la atención y los cuidados igual que apoyamos la competitividad, necesitaremos combinar varios de estos elementos: una atención de calidad y asequible a niños y ancianos; permiso remunerado por motivos familiares y médicos para hombres y mujeres; el derecho a pedir medias jornadas o un horario flexible; una inversión en educación temprana comparable a nuestra inversión en educación primaria y secundaria; protección laboral total para las trabajadoras embarazadas; salarios más altos y formación para los cuidadores profesionales; estructuras comunitarias de apoyo para que los ancianos puedan vivir más tiempo en su propio hogar; y una reforma de los horarios de la escuela primaria y secundaria en consonancia con una economía digital, y no una economía agraria.
Estas ideas no son tan absurdas como parecen. El presidente Obama ha incluido propuestas para ampliar el acceso a la atención infantil de calidad y asequible en su presupuesto para 2016. Hillary Clinton propone ofrecer una base a las familias trabajadoras que incluya la atención infantil, y lo ha convertido en una de las prioridades de su campaña. Uno de los pocos Estados que tiene permiso familiar remunerado (los trabajadores pagan el coste con un pequeño aumento de su impuesto sobre la renta del trabajo) es Nueva Jersey, con un gobernador republicano, Chris Christie.
Los senadores republicanos han presentado un proyecto de ley que permitiría a los empresarios ofrecer a sus empleados horas de permiso remuneradas en lugar de horas extra; algunas encuestas muestran que una mayoría de las mujeres que votan al Partido Republicano están a favor de esa modificación. Ahora que los miembros del baby boom están cumpliendo años, vamos a encontrarnos con todo un grupo de electores interesados en facilitar la atención y el cuidado, a ambos lados del espectro político.
Tomarse un permiso para cuidar de alguien —hijos o padres— no puede ser un agujero negro en nuestra trayectoria profesional
Pero los cambios en nuestros centros de trabajo y en la política en general dependen además de una transformación cultural: debemos modificar nuestra forma de pensar y hablar, los criterios para otorgar prestigio a alguien. Si diéramos a la asistencia la importancia que tiene, no pensaríamos que tomarse un permiso para cuidar de alguien —de los hijos, de los padres, del cónyuge, de un hermano o de cualquier otro miembro de nuestra familia de sangre o social— es un agujero negro en nuestra trayectoria profesional. Lo consideraríamos una actividad valiosa desde el punto de vista social, personal y profesional. Los hombres que se ocupan de la atención nos parecerían modelos tan encomiables como las mujeres que salen a trabajar. Pensaríamos que ocuparse de los hijos es tan importante como administrar el dinero.
Es imposible, ¿verdad? Sin embargo, yo crecí en una sociedad en la que mi madre distribuía vasitos con cigarrillos en la mesa cuando daba una cena, los blancos y los negros tenían que usar aseos separados y prácticamente todo el mundo aseguraba ser heterosexual. Parece de otra época, pero no soy tan vieja. Nuestro mundo ha cambiado en los últimos 50 años, mucho y para mejor desde la perspectiva de los afroamericanos, la comunidad LGBT y las familias que han perdido a algún miembro por el cáncer de pulmón. Dada la magnitud de esa transformación, piensen en lo mucho que todavía podemos hacer.
Podemos luchar, todos juntos, para defender la atención y los cuidados. Hasta que no lo hagamos, los hombres y las mujeres nunca serán iguales, no podrán serlo mientras los dos sean responsables de ganar dinero pero las mujeres sean las únicas responsables de cuidar de los demás. Es posible que, con el sistema actual, algunos estadounidenses salgan ganando, pero Estados Unidos nunca será un país tan competitivo como debería. Si no hacemos algo, nuestras familias y comunidades, la base que nos permite prosperar, acabarán por marchitarse. El movimiento feminista nos dio a muchas el derecho a competir en términos de igualdad; ha llegado la hora de exigir ese mismo derecho a cuidar de la familia.
Anne-Marie Slaughter fue directora de planificación del Departamento de Estado estadounidense entre 2009 y 2011. Dejó su puesto para volver a su trabajo como profesora en Princeton para estar más cerca de su familia. Es autora de Unfinished Business: Women Men Work Family, recién publicado en EE UU, del que está extraído y adaptado este artículo.
© 2015 New York Times News Service.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Fuente del Artículo: elpais