Están ahí. A su alrededor.
En su oficina, en su grupo de amigos, incluso en su familia. Difíciles de
identificar al inicio, se ganan nuestra confianza con gran argucia y, una vez
en relación directa con nosotros, empiezan a soltar gradualmente sus dosis de
odio, celos, envidias, arrogancia, chantaje emocional... Son hombres y mujeres
que parecen normales, pero que pueden arruinarnos la vida. La psicóloga
estadounidense Lillian Glass los define como «gente tóxica», un concepto que ha
vertido en varios libros convertidos ya en superventas, y los ha clasificado en
diez categorías. En esta época de crisis y zozobra laboral son aún más
perniciosos. Le ayudamos a identificarlos... y a combatirlos.
El
sociópata. Si lo reconoce a tiempo, huya. Sin dudarlo. Es el más
peligroso de los seres tóxicos. De entrada cae excelentemente, regalándonos el
oído, pero miente sin pestañear para conseguir lo que quiere. Carece de
escrúpulos, es incapaz de asumir responsabilidades, y los sentimientos y
derechos de los demás no le interesan lo más mínimo. Ni el sentido común: si le
conviene, no duda en contradecirse. Su palabra favorita es 'yo'; es engreído y
se jacta de todo. ¿El mejor modo de reconocerlo? Mire bien su rostro; no mueve
un músculo, no expresa emociones. Y es que no las siente en absoluto. Por eso,
su mejor defensa no se lo piense dos veces es una huida inmediata.
El
mediocre. La desidia y el pasotismo son muy contagiosos. De ahí
la importancia de mantener la guardia en alto ante esta categoría de individuos
tóxicos. Pese a que no suelen hacer daño más que a ellos mismos, los mediocres
pueden envenenar también a las personas más abiertas y vitales si logran
convencerlas para ver la vida desde su punto de vista. Su toxicidad puede
lograr incluso que uno acabe yendo a trabajar cada vez más desmotivado, en una
burbuja de depresión. ¿La solución? Recordar siempre que la elección de
nuestros compañeros de ruta depende solo de nosotros.
El
arrogante presuntuoso. Soberbios, vanidosos y pedantes, los
tóxicos de esta especie están convencidos de estar siempre en lo cierto y de
tomar, sin margen de error, las mejores decisiones. Si no ganan, empatan.
¿Perder? Jamás. Siempre tienen preparada una respuesta, sobre cualquier tema,
hasta el punto de memorizar grandes frases para soltarlas en el momento
adecuado y parecer mejores que los demás. Desde luego, reciben las opiniones
ajenas con suficiencia. « ¿Estás realmente seguro?» es su frase típica.
Déspotas intelectuales, aman pontificar, y cualquier medio es bueno para
mantener viva la atención de los otros, porque nadie lo dude solo sus opiniones importan. Si
les toca escuchar, suspiran, hacen gestos, muecas, expresando que también sobre
eso tienen una opinión; y, desde luego, mejor. En el trabajo intentan convencer
a todos de que son indispensables, pero el creerse perfectos los hace
equivocarse con frecuencia. Alentados por su errada autopercepción, se hacen
daño ellos solos: un buen grado de autoestima es indispensable, pero tener más
de la cuenta los vuelve ciegos ante sus errores. Hasta que un día “ven”, aunque
no lo confiesen. Pero suele ser demasiado tarde.
El
victimista. Convencido de que el mundo es un lugar
terrible, y está en su contra, transpira negatividad por cada poro,
regodeándose con su mala suerte pero sin hacer nada para cambiar las cosas ni
su propia situación. Su resentimiento contra todo es tan intenso que contagia
con su pesimismo a quien lo escucha. Aunque lo peor de sus dotes es una enorme
habilidad para que los demás nos sintamos culpables de su situación
desesperada.
El
humillador. Es uno de los tóxicos más odiosos y temibles.
Goza rebajando a sus víctimas hasta desequilibrarlas emocionalmente. Encuentra
auténtico placer en ello. Finge ser nuestro amigo y querer ayudarnos, pero en
verdad solo recaba datos sobre nuestros defectos para dejarnos mal a los ojos
de los demás. Jamás se quita la máscara, a menos que alcance una posición de
ventaja sobre nosotros. Entonces sí, no duda en llegar incluso al insulto explícito
y la humillación directa. A un tóxico de este calibre hay que vigilarlo con atención:
sus continuos “recaditos” pueden crearnos un sentido de inferioridad que nos
pondría aún más en sus manos; si logra condicionar nuestra vida con sus
actitudes, podríamos llegar incluso a convencernos de que lo hace por nuestro
bien.
El
envidioso. No le cabe en la cabeza que los demás triunfen por
haberse sacrificado o haber trabajado con tesón y talento, y está siempre
rumiando sobre lo que los otros tienen y él no. Siembra cizaña en forma de
cotilleos llenos de malicia, rumores y críticas infundadas. En su versión más
radical, busca directamente destruir a quienes envidia maltratándolos
verbalmente y rebajando todos sus logros ante quienes los valoran. Para él, quien
se mantiene en forma yendo al gimnasio no es más que un narcisista con la
cabeza hueca; quien asciende, una pelota de los jefes o una ligera de cascos, y
así sucesivamente. En el fondo, sin embargo, quien más sufre es precisamente
él, que desea ante todo lo que nunca tiene. Y conseguirlo no resuelve su
conflicto.
El
agresivo verbal. Su primer objetivo es hacernos sentir débiles
e ineptos. Ofensivo e intimidatorio, incluso su cara, cuando se enciende,
resulta belicosa, igual que su tono de voz, siempre atronador. Su violencia
psíquica puede dejarnos una huella no menor que la de un maltrato físico.
Intentar razonar con ellos es perder el tiempo: aunque un día exaltasen nuestra
inteligencia, al día siguiente cuando más tranquilos nos encontremos podrían lanzarnos
la pulla más brutal. ¿Consuelo? Estos seres tóxicos no saben entablar relaciones
duraderas y terminan solas, abandonadas por todos quienes habían entrado en
relación con ellos.
El
jefe autoritario. En términos laborales, todo jefe tiene el
derecho a decirnos qué espera de nosotros y a notar incluso nuestro desempeño.
Pero, claro... ¿qué ocurre cuando, como sucede en no pocos casos, nuestro
superior se vuelve un déspota que goza imponiendo su voluntad y necesita
constantemente sentirse legitimado a base de humillar a quienes trabajan para
él? En ese momento se convierte, sin escalas, en un ser tóxico. Este tipo de
personajes autoritarios mantienen el control atemorizando e insultando incluso
al personal, hasta el punto de convertir en una insoportable carga lo que
habría podido ser un proyecto interesante en el que implicarse. A menudo, estas
personas autoritarias no se revelan como tales hasta que, por fin, obtienen el
ansiado cargo directivo; un momento antes su toxicidad era insospechable. En
los casos más extremos odian a quienes consideran inferiores y boicotean a los
que destacan: nunca soportarían ser superados por un subordinado. Su afán de
control es tal que llegan a inmiscuirse en el tiempo libre de sus empleados.
¿La mejor defensa? La ley, que ya reconoce el delito de “mobbing”.
El
cotilla Maldiciente. Es un especialista en crear mal rollo en el
trabajo sin ningún remordimiento. Sus indiscreciones pueden comprometer a sus
colegas más competentes, y todo sin el menor provecho para él, que se realiza
solo con ser escuchado y ver que sus versiones cuelan. Nada ambiciona más que
saberlo todo de todos, y si no lo sabe, exagera lo que cree saber o se lo
inventa directamente, en lo que es un auténtico talento. ¿Su secreto? Hacer
creíbles sus fábulas a partir de una enorme cantidad de detalles conocidos o,
en todo caso, coherentes. Nuestra única defensa ante él es mantenernos a distancia
y no contarle jamás nada. En cualquier caso, cabe recordar que casi todos
participamos alguna vez en la propagación de cotilleos, siquiera para
comentarlos. Es útil un poco de autocrítica para no volvernos tóxicos a nuestra
vez.
El
neurótico. A muchos tóxicos podría calificárselos de 'malos', pero
no a los neuróticos, que perjudican tanto a los demás como a sí mismos. Y,
aunque pueden causar mal, no suelen tener maldad. Viven poniéndose metas
inalcanzables y, si somos sus socios, esperarán lo mismo de nosotros. Su
perfeccionismo se convierte casi siempre en manía y quieren controlarlo todo,
incluyéndonos, desde luego, hasta el punto de recurrir las veces que hagan
falta al chantaje emocional. Pero no son malos; al contrario, quisieran gustar
a todo el mundo de un modo casi infantil. Fantasiosos y autosuficientes, no
escuchan consejos, pero están más que dispuestos a prodigar su ayuda “a todos”.
Entre ellos, los peores son los supertóxicos castradores, los que nos ayudan
solo para poder decirnos alguna vez: «Con todo lo que he hecho por ti, ¿y me lo
pagas así?».